Mala Hierba
Roberto se había levantado de la cama y, vestido con su traje de calle y sentado a una mesa llena de papeles, escribía. El cuarto era una guardilla trastera, baja de techo, con una gran ventana a un patio. El centro del cuarto lo ocupaban dos estatuas de barro, de un armazón interior de alambre, dos figuras de tamaño mayor que el natural, descomunales y estrambóticas, que estaban solamente esbozadas, como si el autor no hubiera querido acabarlas; eran dos gigantes rendidos por el cansancio, los dos de cabeza pequeña y rapada, pecho hundido y vientre abultado y largos brazos simiescos. Los dos parecían agobiados por el abatimiento profundo. Frente a la ventana, ancha, había un sofá tapizado con una percalina floreada; en las sillas yen el suelo se levantaban estatuas medio envueltas en trapos húmedos; en un ángulo aparecía una caja llena de pedazos secos de escayola, y en un rincón, un lebrillo con barro. De cuando en cuando, Roberto miraba a un reloj de bolsillo colocado sobre una mesa entre los papeles; se levantaba y daba unos paseos por el cuarto. Por la ventana, en las galerías de la casa de enfrente, se veía pasar mujeres desharrapadas y sucias; de la calle subía una barahúnda
ensordecedora de gritos de las verduleras y de los vendedores ambulantes. A Roberto, sin duda, no le molestaba aquella continua algarabía, y al cabo de poco rato se sentaba y seguía escribiendo.
Mientras tanto, Manuel subía y bajaba las casas de toda la calle en busca de Roberto Hasting. Hallábase Manuel con decisión para intentar seriamente un cambio de vida; se sentía capaz de tomar una determinación
-¿Y quién es don Roberto?
-El rubio..., el estudiante amigo de don Telmo.
-¿El niño litri aquél...? ¡Yo qué sé!
-¿Ni dónde trabaja tampoco?
-Creo que da lecciones en la Academia de Fischer.
-No sé en qué sitio está esa academia.
-Me parece que en la plaza de Isabel Segunda
-contestó el Superhombre de un modo displicente, mientras abría la puerta de cristales con un llavín y entraba.
Roberto se había levantado de la cama y, vestido con su traje de calle y sentado a una mesa llena de papeles, escribía. El cuarto era una guardilla trastera, baja de techo, con una gran ventana a un patio. El centro del cuarto lo ocupaban dos estatuas de barro, de un armazón interior de alambre, dos figuras de tamaño mayor que el natural, descomunales y estrambóticas, que estaban solamente esbozadas, como si el autor no hubiera querido acabarlas; eran dos gigantes rendidos por el cansancio, los dos de cabeza pequeña y rapada, pecho hundido y vientre abultado y largos brazos simiescos. Los dos parecían agobiados por el abatimiento profundo. Frente a la ventana, ancha, había un sofá tapizado con una percalina floreada; en las sillas yen el suelo se levantaban estatuas medio envueltas en trapos húmedos; en un ángulo aparecía una caja llena de pedazos secos de escayola, y en un rincón, un lebrillo con barro. De cuando en cuando, Roberto miraba a un reloj de bolsillo colocado sobre una mesa entre los papeles; se levantaba y daba unos paseos por el cuarto. Por la ventana, en las galerías de la casa de enfrente, se veía pasar mujeres desharrapadas y sucias; de la calle subía una barahúnda
ensordecedora de gritos de las verduleras y de los vendedores ambulantes. A Roberto, sin duda, no le molestaba aquella continua algarabía, y al cabo de poco rato se sentaba y seguía escribiendo.
Mientras tanto, Manuel subía y bajaba las casas de toda la calle en busca de Roberto Hasting. Hallábase Manuel con decisión para intentar seriamente un cambio de vida; se sentía capaz de tomar una determinación
-¿Y quién es don Roberto?
-El rubio..., el estudiante amigo de don Telmo.
-¿El niño litri aquél...? ¡Yo qué sé!
-¿Ni dónde trabaja tampoco?
-Creo que da lecciones en la Academia de Fischer.
-No sé en qué sitio está esa academia.
-Me parece que en la plaza de Isabel Segunda
-contestó el Superhombre de un modo displicente, mientras abría la puerta de cristales con un llavín y entraba.
Manuel fue a la academia; aquí, un ordenanza le dijo que Roberto vivía en la calle del Espíritu Santo, en el número 21 o 23, no sabía a punto fijo, en un piso alto, donde había un estudio de escultor. Manuel buscó la calle del Espíritu Santo; la geografía de esa parte de Madrid le era un tanto desconocida. Tardó en dar con la calle, que estaba en aquellas horas animadísima; las verduleras, colocadas en fila a los lados de la calle, anunciaban sus judías y sus tomates a voz en grito; las criadas pasaban con sus cestas al brazo y sus delantales blancos; los horteras, recostados en la puerta de la tienda, echaban un párrafo con la cocinera guapa; corrían los panaderos entre la gente con la cesta en equilibrio en la cabeza, y el ir y venir de la gente, el gritar de unos y de otros, formaban una barahúnda ensordecedora y un espectáculo abigarrado y pintoresco. Manuel, abriéndose paso entre el gentío y las cestas de tomates, preguntó por Roberto en los números que le indicaron; no le conocían las porteras, y no tuvo más remedio que subir hasta los pisos altos y enterarse allí. Después de varias ascensiones dio con el estudio del escultor. En el extremo de una escalera sucia y oscura se encontró con un pasillo en donde charlaban unas cuantas viejas.
Pío Baroja.
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